“Extraño he sido para mis hermanos, y desconocido para los hijos de mi madre. Porque me consumió el celo de tu casa: Y los denuestos de los que te vituperaban cayeron sobre mí.” (Salmo 69:8-9)
Juan registra que cuando Jesús echó fuera a los cambistas del Templo con un celo piadoso, sus discípulos recordaron esta escritura (Juan 2:17). Quizás Juan estaba pensando de esta misma escritura cuando él escribió que Jesús “A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron.” (Juan 1:11). Los líderes religiosos de su día, quien habían estudiado la ley y los profetas por generaciones, no reconocieron a este forastero de Galilea como viniendo de Dios. Ellos tenían sus propias ideas de cómo era Dios (sin duda una reflexión más de su propio autosuficiencia y legalismo) y Jesucristo, por todo el amor, poder y sabiduría que él expresó, fue un forastero a ellos.
Si realmente conocemos y pertenecemos a Dios, lo reconoceremos, si Él decide manifestarse en una persona, o por una situación. “Mis ovejas oyen mi voz,” dijo Jesús, “y yo las conozco, y me siguen.” (Juan 10:27). Igualmente, las nociones preconcebidas y nuestra propia agenda pueden cegarnos a su misma presencia; también podemos despedirlo como un forastero.
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